Es
Todo el tiempo para mí, como si no hubiera pasado, cual ningún lazo en otro lugar, como la vida ahí y ahora, por lo menos en un tiempo breve, de varios días y noches.
Ámsterdam: que hablando inglés, el idioma …
Entrevista de Rafael Catana a un servidor ¿Te consideras rupestre?
Siempre he querido ser rupestre, aunque dudo que encaje del todo con las características del movimiento. Quizá no cumplo con todas las “condiciones” del concepto, pero paso por él como un guiño pequeño en mi música, como una sombra que se pasea por mis canciones. Sospecho, casi lo aseguro, que el público no lo percibe con claridad, aunque me he sentido bien recibido en ese espacio etéreo e intangible que es el concepto rupestre, a través de lo que toco y canto.
Mira, si me meto a fondo, podría decir que sí, quizás. Si tomamos en cuenta que sus temas recurrentes eran la desilusión, la crítica social, la revolución personal y la reflexión existencial, pues esos son temas que frecuentemente propongo en mis rolas. Mis discos, además, nacen de un tiempo en el que la música era todavía artesanal, rudimentaria, hecha con las manos, sin la sobreproducción que predomina hoy. Puedo decir que hubo un momento, hace unos años, cuando me vi reflejado en ese mismo espacio que los rupestres habitaron. Quizás fue cuando tenía unos treinta, en la época en que pensaba que a los cuarenta ya todo estaría claro, y me torné, por alguna extraña razón, un poco más "rupestre" de lo que jamás imaginé. Incluso me dicen que mi concierto en el canal 11, en el IMER, les trajo esa esencia del movimiento.
Lo cierto es que cuando ellos ya eran, yo apenas me asomaba, con mi cara de puberto y mi alma de provinciano. Venía de un pueblo que, antes de ser cosmopolita, era sólo una mezcla de nostalgia y asfalto. Llegué a Guadalajara, con mi acento ranchero, mis miedos a la ciudad y esa sensación de estar perdido entre las calles y edificios. Era un chico ingenuo, moldeado por la educación estricta, por el "catoliquillo" de pueblo, con todos esos miedos que no sabía cómo manejar. Así me sentía: un provinciano asustado con las luces de la ciudad y los monstruos de concreto que la habitaban. Pero no me quedó más que aceptar, como dice el dicho, "sí y no".
¿Cómo y cuándo conociste esa onda?
Cuando era niño, me encontré con la trova, queriendo ser trovador. Pero no fue hasta principios de los noventa cuando, en las calles de Guadalajara, descubrí a los rupestres. Aquellos casetes piratas que se vendían en los portales de Pedro Moreno, eran la puerta a otro mundo. Eran grabaciones fotocopiadas, algunas con rotulación a mano, y contenían compilaciones de lo más underground del momento. Los vendían en la misma tierra de las tortas ahogadas, y ahí fue donde todo comenzó a tomar forma para mí.
¿Nos compartirías alguna anécdota, chida, locochona o gandalla?
En 1997, durante el "Encuentro de Roleros", conocí a Rafael Catana. No sé si podría decir lo que realmente pienso sobre él, porque los “empalago” pero algo me quedó claro: el tipo, con solo plantarse en el escenario y cantar, tenía algo que no se aprende, algo que se lleva dentro. No solo era un enorme artista, sino una gran persona, y fue ahí donde entendí todo lo que significaba ser rupestre. Su música, su actitud, todo estaba impregnado de esa autenticidad que ni la industria ni el tiempo pueden borrar.
Años después, en un festival en Puebla, me tocó compartir escenario con Roberto González, el autor de "El Huerto". No podía creerlo, estaba ahí, frente a él, el hombre que escribió una de las canciones que más había intentado apropiarme. Recuerdo cuando, en Guadalajara, a principios de los noventa, intenté cantarla en una fiesta para impresionar a una chica estudiante de Letras. En ese momento, alguien se levantó y dijo: "¡Esa rola es de Jaime López!" Mi orgullo quedó un poco tocado, así que me puse a escribir mi propia canción para conquistarla. Y claro, no fue tan fácil como pensaba, pero de alguna manera, me hizo forjar mi propia identidad como músico.
Pero ahí estaba, frente a Roberto González, y lo miré en el escenario con esa mirada sabia que tienen los verdaderos maestros. Al terminar mi presentación, me miró y me preguntó: "¿Tienes discos?" Saqué todos mis álbumes y hasta un libro que había escrito, y me dijo: "Te compro todo lo que tengas, lo que hayas hecho, lo que traigas." No podía creerlo. Mi maestro, mi ídolo, había hecho eso.
Tiempo después, lo volví a ver en un concierto en Las Islas, donde cantaban Caetano Veloso, Oscar Chávez y Leticia Servín. Fue una especie de viaje en el tiempo, rodeado de músicos, amigos, entre el humo de los cigarrillos y la euforia de aquellos días. En medio de esa locura, Roberto, con su calma y sabiduría, me dijo: "¿Vamos a mi casa?" Y ahí, en su pequeño huerto, me mostró su jardín de macetas y su patio, el verdadero huerto del creador de "El Huerto". Recuerdo que tomé algunas fotos discretas, mientras él me hablaba de la vida, de la música, de los sueños. Me llenó de regalos: café, libros, revistas... No podía cargar tanto, pero de alguna manera, mi mochila se llenó de recuerdos. Fue un gesto sencillo, pero profundo.
Al final, me despedí de él en Las Islas, sabiendo que él se iría, como todos, hacia ese otro huerto, el que queda en el corazón de los que entendemos lo que significa ser uno de esos seres que, como él, siembra algo verdadero y eterno. Y aunque él se haya ido, su huerto, su música, y sus palabras siguen aquí, entre nosotros.
Les dejo (allá ustedes si se la pierden) mis variaciones musicales sobre EL HUERTO)