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El miedo de perder a mi hijo

El miedo de perder a mi hijo

Mientras estábamos de viaje para tramitar nuestras visas, disfrutamos la estancia en aquella ciudad para descansar y relajarnos unos pocos días. Recuerdo que ya de salida prácticamente con la maletas en el auto, me regresé por los trajes de baño de mis hijos “por si teníamos tiempo y se metían un rato a la alberca”, fue tan de repente que solo los shorts me llevé, ¿acaso fue el destino o una bendición aquel olvido?.

Mi hijo mayor tenía 14 años en esos momentos, ya estaba grande para estar al pendiente de él en el baño, para ver qué vestiría, qué usaría, y todo lo que conlleva cuando los hijos son adolescentes se valen por sí mismos, así que tenía mucho, mucho tiempo, no se cuánto que no lo veía desnudo del dorso, él ya salía del baño con su ropa puesta, nada del otro mundo, lo normal. Nada me hizo sospechar que algo no estaba bien con él.

Al segundo día de nuestra estadía por fin mis hijos pudieron disfrutar de la alberca, algo que deseaban desde el momento en que nos hospedamos, mi esposo y yo nos tumbamos en unos camastros y nos dispusimos a relajarnos. Algo hizo que me acercara a mis hijos, no sé realmente qué, pero pude ver el dorso de mi hijo mayor y entonces lo ví, ¡ví su tórax hundido! mis ojos se clavaron en el medio de su tórax, ¿qué es esto?, ¿qué le pasa? No puedo describir lo que sentí, nunca había visto un tórax hundido, literal tenía un hueco, ¡mi hijo no nació así!. Eso fue mi primer encuentro con aquella deformidad que se desarrolló en mi hijo durante la adolescencia y de la cual ¡no me dí cuenta!, ¿Cómo fue posible que no me diera cuenta?

De regreso a casa y tras la consulta inmediata con su pediatra, nos dijeron que nuestro hijo tenía una condición llamada Pectus Excavatum, algo totalmente desconocido para nosotros que generalmente termina en cirugía para reconstruir el tórax, ya que ese hundimiento afecta los pulmones y corazón, ¡los oprime pues!, ¡los aplasta!. Nos derivaron a los especialistas correspondientes, y por un año le dieron seguimiento con una serie de estudios para determinar sí el hundimiento aumentaba o se detenía sin mayores complicaciones para los pulmones y corazón. 

Mi hijo siempre fue pequeño en promedio a los niños de su edad, a los trece años en un lapso de seis meses creció tanto, que alcanzó a sus compañeros de clases, me dijeron los especialistas que ahí empezó el hundimiento de su tórax, y mi hijo seguía creciendo sin parar, por lo que el hundimiento era más y más profundo, no había otro camino, habría que reconstruir su tórax, introducir unas barras de titanio que corrigiera el hundimiento, sostuviera el esternón y protegiera a los pulmones y al corazón, como una especie de puente.

Desde el diagnóstico mi vida se detuvo, mi pensamiento solo era mi hijo, me aterraba ver como seguía creciendo, estaba consiente que entre más crecía, más se le hundía el tórax, sus pulmones y corazón se afectaban, leí todo lo que encontré sobre el Pectus Excavatum, sentía cada día como una lenta agonía. Y entre tantas cosas, lidié con mi hijo en una época en donde tienen información de todo tipo a su alcance, él por su cuenta investigó lo mismo que yo, incluso vió una cirugía, yo no podía mentirle, al contrario, siempre le hablé con la verdad, en cada estudio que le realizamos él me preguntaba si le iba a doler y siempre le dije sí o no, dependiendo de lo que fuera. Así que cuando llegó el momento de su cirugía él estaba consiente que tendría dolor en algún momento.

 En el verano del 2016, mi hijo se sometió a la cirugía que le corregiría su tórax, fue una tarde calurosa en la capital del estado, a tres horas de nuestro hogar. Fueron cuatro largas horas de espera, de sentir que el corazón se me reventaría por saber cómo estaba mi hijo; el cirujano encontró un poco más de daño al abrir de lo que mostraban los estudios, pero todo había salido a la perfección. Esa noche  fue de lo más tranquila, mi  hijo durmió toda la noche, supongo que le ayudaron los medicamentos para el dolor.

Exactamente doce horas después de la cirugía mi hijo despertó,  lo primero que dijo fue “mamá me duele”, “es normal” fue mi respuesta al mismo tiempo que me acercaba y le tomaba la mano, y en una fracción de segundos abrió tanto los ojos que parecía que se le iban a salir, su boca perdió el color, su rostro cambió de color, un color que no logró describir, entre pálido y amarillo con un tono verdoso y se cubrió de sudor, le corría el sudor por todo el rostro que además reflejaba miedo, mucho miedo y un intenso dolor aunado a una enorme desesperación y  me dijo que no podía respirar, y ahí, ahí pensé que la peor pesadilla de una madre, mi peor pesadilla se convertía en realidad, me dí cuenta que algo más estaba sucediendo, su vida y la mía las ví frente a mí, apreté con fuerza su mano y la llevé a mi pecho, yo tampoco podía respirar, quería agarrar aire, pero algo muy grande me oprimía el pecho, mis pies parecían flotar, mis ojos se clavaron en el rostro de mi hijo, y entonces, realmente creí que lo perdería, la oscuridad perversa se apoderó de mi imaginación y diagnostiqué que un coagulo se introdujo en su pulmón, que moriría en ese instante, cerré los ojos y pensé “quien soy yo para no vivir este dolor tan grande”, y entonces, sentí que empezaba a aceptar lo que en mi imaginación sucedía. 

Me aterrizó la voz del cirujano que en esos momentos entró a revisar a mi hijo, me sacó inmediatamente del cuarto, me senté en el sofá de la sala de estar, vi entrar y salir personal con material quirúrgico y algo que parecía el juego que con soplar por una manguera eleva la pelotita, se notaba que tenían prisa, escuchaba la voz del cirujano, yo trataba de mantener la calma, no sé cuánto tiempo pasó hasta que salió el cirujano y me explicó que el pulmón derecho de mi hijo había colapsado, que tuvieron que poner una sonda para extraer aire y liquido del pulmón, pero que ya todo estaba bien.

Han pasado casi siete años de ese terrible momento en el que el miedo de perder a mi hijo se incrustó en todo mi ser, me atrapó y sigo atrapada, fue traumático, me marcó, pero con el transcurso de los años, ver sano y feliz a mi hijo, saberme bendecida por Dios y  la vida, compartir ese momento con las personas cercanas, me han permitido poco a poco librarme y recordar ese trago amargo como una experiencia más de vida.

El miedo de perder a mi hijo se convirtió en un profundo agradecimiento y felicidad desbordante, con eso me quedo, con la felicidad de verlo crecer y su lucha constante por alcanza sus sueños.

 

Foto de Seif Eddin Khayat en Unsplash

Acerca del autor
Egresada de la Universidad de Occidente y jubilada de la misma. Esposa y madre que disfruta de compartir sus vivencias.